sábado, 14 de abril de 2012

Titanic

Bueno, aquí va mi debut en el blog de Adictos, una historia que no tengo ni idea de dónde ha salido, sinceramente. De hecho, prefiero no saberlo, porque me asustaría saber qué ha estado haciendo mi cabeza para llegar a eso en lugar de, digamos, aprovechar esas energías para memorizar cosas sobre lexicología.

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                                                                  Titanic

Era una noche digna de cuadros, sonetos y hasta obras teatrales y ella lo sabía. Aquella habría sido muy del agrado de cualquier artista del Romanticismo: lejos de las luces de la ciudad, el cielo se veía no ya como terciopelo negro, sino como un auténtico retal de vacío en el que destacaban, como pequeñísimos diamantes, las estrellas. Entre ellas, la niña mimada del firmamento relucía con un extraordinario tono acaramelado formando la perfecta C del cuarto menguante.
Ella sonrió a la belleza de la noche con una mueca más fiera que alegre y se volvió para dar la espalda a las olas y contemplar a la clase alta disfrutando en la proa del barco que osaba tentar a la diosa fortuna con sus pretensiones. Una joven tocaba el piano con heroico coraje, a pesar de que parecía tener una destreza inexistente en ese ámbito, con el claro empeño de ganar el concurso de talentos. ¡Qué estúpidos! Si supieran…
A decir verdad, ningún artista hubiera perdido el tiempo en inmortalizar la belleza de aquella noche al contemplar a esa mujer esquiva de amargos pensamientos. Poseía aquella oscura clase de belleza capaz de romper matrimonios, desencadenar guerras y condenar almas sin apenas esfuerzo; una belleza tan atrayente como letal. Más allá del cabello negro azulado, los ojos de un imposible color turquesa y aquella piel de brillo nacarado, la armonía de sus facciones y la distribución de sus curvas eran a la vez sublimes e indecentes, bordeando astutamente la perfección insulsa para ir a parar en una oda al erotismo. Los sonetos inspirados por aquellos labios sensuales jamás hubiesen sobrevivido al filtro de la censura, ni se hubiesen publicado en editoriales respetables. Si en algún lugar hubiera quedado un creyente de las antiguas religiones paganas, se hubiese postrado ante la diosa de las noches de pasión desenfrenada.
Un sexto sentido advertía al resto de los pasajeros de que era más sensato alejarse de la mujer misteriosa con una única excepción: un ensalmo de distinta índole parecía afectar al vicepresidente de la compañía que había dado a luz al Titanic. Bruce Ismay, en tan solo tres días, se había vuelto un total y absoluto adicto a esa mujer. Aunque los besos habían sido apenas un roce de labios, aunque las voluptuosas curvas de ella siempre parecían estar más allá del alcance de sus manos, aunque Bruce comenzaba a desear echársela al hombro y encerrase con ella en una habitación durante una década o dos, a su lado desaparecía la frustración y entraba en un mundo de deseo y felicidad coexistentes. Y, Dios santo, cuando ella le cantaba al oído, se sentía enloquecer.
Emmaline sonrió al ver a Ismay buscarla con aire desesperado entre los pasajeros de primera clase. Pobre, pobrecito James Bruce Ismay. Era un pobre diablo que estaba siguiendo, paso por paso, la coreografía que ella había ideado para su nueva marioneta. Con todo, empezaba a aburrirse de la situación. El transcurrir de los siglos había hecho que a menudo olvidase que en otro tiempo y otra vida había sido tan humana e insulsa como cualquiera de a los que ahora despreciaba, haciendo de ella una criatura vanidosa y arrogante. Quizás no sin razón, pues tenía mucho de lo que vanagloriarse, más de lo que parecía a simple vista, pero eso solo significaba que era aún más peligrosa de lo normal entre las de su especie.
Añoraba el mar y deseaba volver a su seno con la mayor prontitud, pero había sido precisa toda aquella charada para mantener la ilusión de que lo que iba a pasar era un trágico accidente debido a un “fallo humano”. Por supuesto, ella se encargaría de que el fallo humano se produjese en el momento y lugar propicios, de modo que no se podía hablar de un accidente per se… pero nadie podría saberlo. Sonrió con estudiada candidez a Ismay cuando sus ojos al fin se encontraron y se arrebujó entre las pieles marta blanca fingiendo un escalofrío. La temperatura había bajado sensiblemente, lo que significaba que su truco de magia por fin estaba llegando a su final.
-¡Queridísimo señor Ismay!- exclamó, abriendo expresivamente los ojos para potenciar el efecto cautivador de su mirada- Me alegra que al fin haya podido unirse a la velada de talentos, temía ya que el capitán y usted estuvieran demasiado ocupados.
-El capitán y yo hemos estado… debatiendo las medidas a seguir ahora que el telégrafo no funciona, pero no me perdería tu actuación por nada del mundo.
-Es usted un auténtico adulador, señor Ismay – le reprendió ella, pestañeando con coquetería para luego mirarlo a través de las oscuras medias lunas con aire tímido- Seguramente lo haré muy mal, la verdad es que nunca he cantado delante de nadie, pero como me insistió usted tanto, no me ha sido posible negarme…
-Emmaline- contestó él con incredulidad - me resulta increíble que nadie te haya dicho nunca el don celestial que te ha sido concedido. Tienes una voz digna de un ángel.- su voz descendió varios tonos, tornándose más grave- Un ángel caído, espero. He dispuesto una habitación…
-¡James! Quiero decir…señor Ismay, le ruego que no sea indiscreto. Si bien es cierto que soy viuda y he heredado de mi abuela actriz un sentido de la moral algo más relaja… razonable de lo habitual, ese no es motivo para exponernos a ambos a las habladurías más crueles. ¡No viajamos solos, por el amor de Dios! Cuando lleguemos a NY podemos alojarnos en la casita que he comprado en las afueras.
-Pero…
-¡Pero nada! Si persiste en esa actitud, no podré sino sentirme insultada. No soy una furcia que puedas mangonear a tus anchas, James, soy ante todo una dama, aunque me desagrade un lecho vacío tanto como a cualquiera.
Con una última mirada dolida que hubiese arrancado vítores y aplausos de cualquier actor de renombre, se alejó de él con pasos enérgicos y elegantes hasta llegar al hombre que anunciaba a los concursantes. Se volvió una vez más para mirar a Ismay y sonrió  con regocijo: el capitán rogaba a Ismay que le permitiese reducir la velocidad del barco, a lo que éste se negaba furiosamente, ansioso como estaba por desembarcar con la viuda alegre lo antes posible. Un carraspeo a sus espaldas llamó su atención y sonrió al hombre mientras le decía su nombre y la canción que iba a cantar.
Diez minutos más tarde, sobre la pequeña tarima montada para la ocasión, Emmaline miró a los espectadores casi con remordimiento antes de atacar el primer verso del Ave María de Schubert y condenar a toda la tripulación. Muy poca gente ha sobrevivido al canto de una sirena, salvo, por supuesto, otras sirenas, y hay un motivo para ello: Oír cantar a una de estas criaturas extraordinarias en pleno uso de su poder es equivalente a caer bajo el efecto de la más potente de las hipnosis. El Titanic se sumió en el más absoluto silencio para venerar a la voz prodigiosa de la sirena, incluyendo a los músicos, que dejaron de tocar casi en cuanto la voz femenina pronunció un demoledor “Ave Maria! Jungfrau mild.
El sonido se arrastró planta por planta, habitación por habitación, hasta llegar a los maquinistas, que dejaron a un lado su trabajo; al timonel, que se apoyó inconscientemente en el timón de la nave; y hasta el capitán, cuyos temores se desvanecieron al escuchar aquella voz que ensalzaba a la Virgen María, madre de Nuestro Señor. Exactamente dos minutos después del inicio de la canción, Emmaline tuvo que hacer uso de cada gramo de su férrea voluntad para no reír a carcajada limpia, rompiendo así el hechizo. El Titanic, orgullo de los astilleros Harland and Wolff, había colisionado con un iceberg. La sirena pudo percibir instantáneamente el agua penetrando en el interior de la nave, pero continuó cantando hasta finalizar. Al diluirse las últimas notas cristalinas, la magia desapareció y el pánico empezó abajo, en la cabina…
Emmaline aguardó su momento y, al fin libre tras concluir su trabajo, se arrojó a las olas, fiera y salvaje como ellas, para reunirse con sus amadas hermanas y elegir, de entre las víctimas, a las nuevas sirenas que reemplazarían a las asesinadas por los humanos en los anteriores cincuenta años.