martes, 29 de mayo de 2012

La Doble Imagen


Pues sí, finalmente he conseguido ponerme de acuerdo con esta cosa que tengo por blog y parece que me va a dejar publicar, a pesar de que mi navegador "ya no es compatible con blogger". Parece ser que Blogger lleva muy mal las rupturas amorosas y no quería ni oír hablar del explorer, pero tras una terapia de hora y media larga he conseguido que entre en razón. Por los pelos, eso sí...
Este es el proyecto de Adictos a la Escritura del mes de Mayo, el que tenía por título "la doble imagen", pero también es mi regalo de cumpleaños a un gallego que es mi principal crítico literario, aunque no tengo la certeza de que vaya a gustarle. Sin más preámbulos, aquí dejo mi interpretación de la foto dada y, como quien dice, que sea lo que Dios quiera. Comentaré en cuanto pueda los demás relatos, pero hasta el miércoles no podré ponerme bien con ello porque tengo el último examen ese día. Deseadme suerte con fonética ^^
Ah, sí, aquí podéis leer el hermoso texto de mi compañera inspirado en ésta misma imagen, a ver qué os parece :)
http://kimsoldeinvierno.blogspot.com.es/2012/05/la-calle-gris.html



Era un día gris en una ciudad triste y neblinosa, demasiado húmeda para que sus habitantes pasasen el tiempo en las calles y demasiado apagada para que los niños jugasen en el único parque con árboles de la ciudad. Cerca de aquel parque triste y olvidado, había una serie de sinuosas callejuelas que serpenteaban entre edificios destartalados y, entre todas ellas, un callejón más oscuro que los demás dormitaba en silencio. En el callejón, una figura inmóvil sostenía un paraguas abierto en una burda imitación de “Cantando bajo la lluvia” mientras la silueta de un gato miraba expectante hacia arriba, capturado en el perfecto instante de esperanza que precede a la desilusión. Ambos llevaban mucho tiempo juntos, aunque sin dirigirse una sola mirada, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos, centrado en su objetivo. El hombre contenía su felicidad a duras penas, mientras el gato vislumbraba el aleteo de un insecto tiempo atrás desaparecido y se deleitaba con la idea de saltar y atraparlo entre sus dientecillos afilados.

El gato y el hombre pasaban largos periodos de tiempo solos: vivían en un callejón poco recomendable; sucio e intransitado durante el día y oscuro y aterrador durante la noche, pero a ninguno de los dos le importaba. No tenían miedo casi nunca, salvo cuando pasaban muchachos con aerosoles de pintura. Entonces, el gato trataba de esconderse tras las piernas del hombre del paraguas, pero no podía, ya que ambos estaban congelados en aquel instante eterno. Era una vida apacible la mayor parte del tiempo, pero ambos comenzaban a aburrirse esperando un instante que nunca llegaba.

Llevaba tiempo sin llover y el hombre del paraguas se sentía ligeramente estúpido, incapaz de cerrar el artilugio y, en el fondo, esperando que la lluvia regresara porque significaría que, quizás, esta vez sí que saldría de sus labios el ansiado “I’m singing in the rain”. El gato, por su parte, estaba encantado con los escasos rayos solares que lograban filtrarse en el callejón y calentar su suave lomo, aunque eso fuera algo que raras veces sucedía.

Aquel día no hubo rayos de sol que caldeasen el alma del pobre gato, sino que el tiempo parecía más inclinado a conceder el deseo del hombre del paraguas y, poco a poco, el olor que precede a las tormentas de verano fue impregnando el aire. De haber sido capaz de oler algo, el hombre del paraguas se hubiese sentido ansioso y feliz por la inminente lluvia, pero como no tenía modo de hacerlo, permanecía igual de aburrido que siempre, con el brazo cansado por los interminables días en aquella postura forzada.

Rayaba la media noche cuando empezaron a caer las primeras gotas; el corazón de ambos sufrió un aleteo extraordinario y, de haber sido capaces, hubiesen cruzado una mirada que confirmase lo que cada uno había sentido. Como no era posible, permanecieron atentos, sin saber qué podría suceder en aquel callejón que jamás había sido transitado un día de lluvia.

Primero, fueron alertados por un canturreo que se aproximaba lentamente y, de pronto, la figura de un hombre se recortó bajo la lluvia. Un nuevo cosquilleo estremeció el corazón del hombre al ver que el recién llegado llevaba un paraguas, pero la decepción se cernió sobre él cuando éste pasó de largo. A su izquierda, el gato miraba intensamente al transeúnte, como incitándole a darse media vuelta y a hacer… algo, ni él mismo sabía qué. Un gato callejero entró trotando en el callejón con aire de ser el dueño de todo lo que le rodeaba y estudió al viandante con ojo crítico, emitiendo un maullido tentativo. El hombre se volvió de inmediato y retrocedió hacia el animal, que se frotó contra sus piernas melosamente, mendigando alimento y buscando cobijo bajo el paraguas.

Y, entonces, las nubes exuberantes que derramaban sus lágrimas sobre la ciudad se abrieron un poco, apenas lo suficiente como para que la Luna hiciese  su espectacular entrada en el escenario nocturno. Sus sutiles haces de luz se deslizaron perezosamente, como una caricia amorosa, sobre los edificios, hasta incidir directamente sobre los dos hombres del paraguas y los dos gatos. Sin motivo aparente, como embrujados por un hechizo lunar, los recién llegados se movieron hasta situarse delante de sus correspondientes dibujos en la pared y adoptaron la misma pose que ellos. Un rayo cruzó el cielo, seguido por otros en rápida sucesión y, por obra de algún extraño efecto óptico, las sombras de hombre y gato se proyectaron exactamente en el lugar que ocupaban los permanentes habitantes del callejón, ensamblándose con ellas, volviéndose una misma cosa.

Cuando los rayos de la tormenta cesaron, hombre y gato se sacudieron, abandonados por el extraño agarrotamiento del que habían sido presas durante unos segundos eternos; se miraron brevemente y, acto seguido, el hombre se agachó para coger en brazos al empapado animal. El felino se dejó querer, ronroneando con satisfacción mientras dirigía una mirada cargada de inteligencia al astro lunar, mirada que el hombre siguió hasta posar los ojos sobre la pálida esfera. Incapaz de discernir qué había ocurrido pero sintiéndose al fin completo, el hombre sostuvo con fuerza el paraguas y continuó su camino hacia el hogar con el cuerpecito peludo contra su pecho. Sus sombras se arrastraron a sus espaldas, oscuras y casi tangibles.

Tras ellos, en la pared sucia y maltratada por las inclemencias del tiempo y el desgaste de la mera existencia, había dos huecos vacíos, limpios y blancos como recién pintados. Uno tenía la forma de un hombre con un paraguas, el otro parecía un gato mirando la Luna. Durante un segundo, se escuchó nítidamente cómo el hombre tarareaba “I’m singing in the rain”. Luego, la figura desapareció por el otro extremo del callejón y todo quedó en silencio de nuevo.